siguiente
anterior
79 Pág. Escritores Juan Carlos Merino

 

Aunque tuvo que esforzarse para deslizar la puerta de granito que cubría la entrada, logró apartarla lo suficiente como para poder introducirse dentro. Peor le resultó devolverla a su lugar.

Utilizó unas cerillas que llevaba en el bolsillo del abrigo para encender una lámpara de gas dejada durante su visita anterior. La luz generada, no obstante, no alcanzaba para descubrir todos los rincones donde las sombras, ocultas e inmóviles, observaban expectantes la escena.

Mostradas al exterior, el juego gemelo de caras pistolas brillaron un momento, tocadas por el haz de la pequeña llama encerrada dentro de la urna de cristal. Agarró una de las armas con sumo cuidado, como quien coge a su hijo recién nacido por primera vez. 

—¡Escucha mi última advertencia, Ambrosius, no lo hagas! —la voz resonó con eco, ampliada por el reverberar de las cuatro paredes.
—¡Calla maldito! —le gritó el viejo, agarrándose las sienes con las manos. ¡Lárgate, conciencia o lo que seas, esto no te incumbe!

Se tumbó, no sin dificultad, con respiración nerviosa, sobre la dura losa que le serviría de descanso, con el bastón junto al cuerpo, sintiendo a pesar de las gruesas ropas el frío arraigado sobre la piedra. Fija la mirada en la oscuridad palpable del techo, se colocó el cañón junto a la cabeza mediante un gesto lento, un tanto melodramático, con su dedo índice acariciando el gatillo.

—Necio.

La misma palabra que utilizara para referirse a su fiel criado al enterarse de su muerte fue pronunciada por la voz justo cuando detonaba la carga de la pistola.

Días después...
Fue un despertar confuso, alertado por retazos de luz y sonido. Su mente, asaltada por un aturdimiento general, tardó en comprender el significado de las palabras.

—¿Y el coma es irreversible, doctor?—Total y absoluto, no hay duda. La bala le destrozó parte del cerebro.
—¡No! ¡No puedo estar vivo! ¡Así no! —Ambrosius Kinsgton sintió el pánico apoderarse de su vida, no sin antes escuchar la voz por última vez antes de abandonarse a la locura.
—Te advertí que tu hora no había llegado, viejo loco.